Pingo es un perro que en circunstancias menos diplomáticas cualquiera podría llamar “eléctrico”, pero que para ser políticamente correcto llamamos “maltés mexicano”. Llegó a la casa de ustedes como un premio a las buenas calificaciones de un miembro de la familia que seguramente ahora no lo considera un obsequio, sino un castigo, porque el animalito vino dotado de mucha percepción y pronto aprendió a ser independiente y a darse a entender.
Su edad es como de ocho años, que en términos humanos equivale a cuarentón, y sus habilidad para abrir puertas realmente la abrió su aso al mundo exterior, de donde no sale más que cuando quiere comer y dormir.
Su errabunda vida le permitió conocer a muchos perros y a mucha gente que, no alertada de la profunda sabiduría de Pingo, no le prestaba atención y seguía con su vida normal, sin saber que era examinado a detalle, casi como paciente del ínclito doctor Gregory House.
Así fue como Pingo aprendió mucho de la naturaleza humana, y especialmente de una subespecie, la de los políticos, que considera distintos hasta morfológicamente, porque piensa que no tienen corazón y que del cerebro están menos desarrollados, excepto en su parte maligna.
Si usted es lector habitual de esta columna todo eso ya lo sabía, pero lo platico porque algunas personas me han dicho que no comprendían a qué merecería cuando hablo de Pingo, de allí que considero que el recuento es necesario, ahora que le he pasado a él la estafeta de esta columna por una temporadita.
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