Y ahora, el cerebro
La historia de la investigación que Pingo y la iguana verde (habitantes infaltables de esta columna) hicieron para conocer como es un político por dentro realmente es una decepción, porque ese par de curiosos animalitos no sabían previamente nada de anatomía y fisiología, y, aparte, concluyeron que el perro de un político (el sujeto de su investigación) era igualito que su amo, el político.
Cuando consiguieron destazarlo, como les platicaba ayer, se llevaron la sorpresa de que sí tenía corazón, contra lo que ellos pensaban.
Pero de todo lo que vieron y llegaron a pensar hay algo en que sí le atinaron: el tamaño del cerebro.
Efectivamente -dijeron- ahora se comprende cómo es que los políticos son incapaces de trabajar para mejorar el futuro, y está resuelto el por qué de sus pensamientos simples, alejados de la abstracción, de la contemplación de lo sublime o su incapacidad para ser sensibles a las manifestaciones artísticas.
(Por supuesto, el que Sergio Estrada Cajigal se pusiera a bailar “Sergio el bailador” a la primera provocación no significa que sea sensible al arte, claro que no. El paréntesis es mío, no de Pingo ni de la iguana verde).
Al hacer una analogía entre el perro al que le hicieron la autopsia y su amo, un político de cierta raigambre popular, los “investigadores” revolvieron una y otra vez el cerebro, lo midieron y lo pesaron, porque querían estar seguros de sus conclusiones.
Y pués, bueno, su hallazgo no lo es tal porque los ciudadanos comunes y corrientes ya nos imaginábamos eso, pero su aportación es que ellos aportaron las pruebas.
Por eso –justamente- estamos como estamos.
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