Las buenas intenciones
Estamos ya a unas horas de que se extinga el año que corre. Por supuesto, los chinos, los judíos, los rusos, los japoneses y sabrá Dios cuántas personas más ni sudan ni se acongojan, porque usan otro calendario.
Pero nuestro reloj marcará dentro de poco un nuevo inicio, que sirve de marca, de referencia, sobre todo para un montón de buenas intenciones observadas apenas unos cuantos días, si acaso algunas semanas.
La mayoría de esas intenciones son cuestiones de cada quien y de su propia fuerza de voluntad. El problema es cuando las hacen los hombres públicos que tienen en sus manos el destino de la sociedad.
Y esas buenas intenciones tampoco duran, sólo crean expectativas nunca resueltas, y hoy nuevamente tienen la ocasión de soltar su rollo de promesas con motivo del nuevo año, porque no entienden que los ciudadanos ya no están para soportar, pero ellos le siguen.
Por otro lado, apenas ayer descubrí una esquela perdida en las páginas de un periódico nacional, que daba cuenta del deceso del músico Zeferino Nandayapa, quien el martes dejó de existir.
Tuve la fortuna de conocerlo (aunque sea de lejecitos) y escuchar la forma en que dominaba a la marimba. Llegué a platicar también con alguno de sus hijos, quienes estaban lejos de tener aires de estrella, pese a que su padre y el grupo que creó eran verdaderas estrellas, ampliamente reconocidos en los mejores escenarios del orbe.
Lástima. Uno menos. Los grandes talentos de nuestro país se apagan poco a poco, con el riesgo de que se dé una ruptura generacional que impida reponerlos.
No podía dejar que se acabara el año sin hablar de ese señor.
Por lo pronto, agradezco sinceramente a todas las personas que contribuyeron a que 2010 fuera un buen año para su servidor.
Por supuesto, gracias también a Pingo y a la iguana verde, extraños compañeros de viaje de esta columna, que felizmente siguen de vacaciones.
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